Una pelota de fútbol pierde entre el 30% y el 40% de su velocidad poco después de recibir el impacto de un puntapié. Esto se debe a la fuerza de roce que ejerce el aire sobre el balón: mientras mayor es la velocidad inicial, más rápida es la velocidad a la que se frena el cuerpo. Sin embargo, los futbolistas han aprendido intuitivamente a combatir las leyes de la física. Ken Bray, profesor de la Universidad británica de Bath y autor del libro "How to Score: Science and The Beautiful Game", explica en el documental "La Ciencia del Gol", que será emitido mañana en Discovery Channel (22 horas), que jugadores como el brasileño Roberto Carlos golpean el balón con el lado externo de su pie izquierdo generando una gran cantidad de movimiento giratorio.
Dicho desplazamiento genera una fuerza aerodinámica que hace que el balón se desplace a más de 30 metros por segundo y a 600 revoluciones por minuto, generando una diferencia de presión que lo empuja hacia el lado opuesto del disparo, generando un cambio de trayectoria similar a un latigazo de hasta cuatro metros, lo que en definitiva causa el efecto conocido en el fútbol como "comba". Esto permite que el balón se dirija primero hacia afuera y luego se "redirija" hacia el arco, engañando a la barrera, a la defensa y al arquero.
Mientras más rápido se lanza un tiro penal, más posibilidades de convertir. Para que la pelota ingrese al arco, debe ir a una velocidad de entre 90 y 104 km/hr., según el investigador de la U. Liverpool, John Moore, quien calculó cómo debe ser un tiro ideal. Cualquier velocidad mayor aumenta la posibilidad de fallar, mientras un tiro más lento ayuda a que el arquero ataje. A estas velocidades el balón recorre los 11 metros de distancia que separan al punto penal del arquero en apenas 4 décimas de segundo. Estudios realizados en las universidades británicas Bath y Sheffield Hallam señalan que en estas circunstancias el 80% de los tiros terminan en la red y que la probabilidad de atajar para el arquero es de sólo del 10%. El restante 10% corresponde a tiros que dan en el travesaño o que salen fuera de la cancha.
El arquero, por su parte, tiene sólo 450 milisegundos para tomar una decisión sobre el lugar al cual dirigirse para intentar atajar la pelota. Para ello, deben ser capaces de anticipar la postura corporal del atacante. Si logran hacerlo correctamente, su probabilidad de éxito es de 80%. Ken Bray recalca el hecho de que todo arquero debe lanzarse antes de que la pelota sea disparada para tener una chance de atraparla y explica que resulta clave observar el pie de apoyo del atacante: 85% de los penales se dirigen en la misma dirección a la que apunta ese pie. La otra clave es el ángulo de la cadera: si la cadera está abierta y apunta hacia un lado específico del arco, lo más probable es que el tiro se dirija en esa dirección. En cuanto al lanzador, moverse rápidamente a lanzar el tiro -menos de tres segundos tras el pitazo del árbitro- pone el factor sorpresa de su lado, mientras que demorarse más de 13 segundos hace que el arquero tenga más control sobre la situación.
Un deportista de elite puede visualizar siete puntos dentro del campo de juego en un segundo. Un jugador promedio, sólo tres. Una persona común y corriente, en cambio, no es capaz de discernir adecuadamente ante la multitud de opciones que se presentan en su campo visual. Esto se ha demostrado mediante el análisis de imágenes de resonancia magnética que han comparado la actividad neurológica de deportistas de elite con personas comunes y corrientes: en el común de la gente el 80% de la información que reciben es visual, mientras que en los deportistas llega a 90%.
En estos mismos estudios se ha comparado los cerebros de jugadores expertos versus los novatos. Los análisis demuestran que los experimentados poseen una capacidad de anticipación mayor, lo que les permite ser muy efectivos a la hora de colocar la pelota en un punto determinado de la cancha o bien en el arco. Esto se debe a que utilizan una mínima parte de sus cerebros mientras juegan, solo la necesaria para ejecutar la acción. En general, muestran mayor actividad en el lóbulo frontal, involucrado con funciones mentales de orden superior tales como elegir entre diversas opciones y reconocer consecuencias. Esto hace que sus emociones no se involucren durante el juego.
Por el contrario, los novatos registran una mayor actividad en el sistema límbico, que está relacionado con las emociones. Como resultado, suelen ser presas de los nervios y la ansiedad, temen equivocarse y lo que puedan pensar otras personas. Sus cerebros, en lugar de enfocarse en un punto preciso, buscan en diversos puntos, lo que les resta efectividad.
Frente al arco son dos tipos de memoria las que pueden definir si se acierta o si la pelota sale disparada a la tribuna: la implícita y la de procedimiento. En su libro, Ken Bray asegura que en el caso de un penal el blanco es tan grande y tentador para quien lanza el tiro, que el temor al fracaso puede transformarse en una presión capaz de nublar toda la experiencia y conocimiento de un astro, un fenómeno que describe como "parálisis por análisis" y que pudo haber afectado al italiano Roberto Baggio en la definición contra Brasil en 1994.
Según explica Bray, un jugador profesional -debido a su experiencia- debiera patear el penal utilizando su memoria implícita, que es la encargada de los movimientos involuntarios. Sin embargo, debido a la intensa presión sicológica, sienten como si fuera la primera vez que patean un penal y utilizan la memoria de procedimiento, que es la que ejecuta los movimientos voluntarios. Es decir, mientras más conciencia haya sobre lo que tiene que hacer, más posibilidades de error. Esto ayuda también a explicar el mal rendimiento de futbolistas que llegan a los mundiales como una promesa y no cumplen como se esperaba.
El jugador es una máquina en acción durante 90 minutos que opera casi como un auto de carreras: cambios de ritmo, golpes fuertes y choques. Un estudio realizado en el último Mundial de Fútbol de 2006 en el cual se analizaron 63 partidos revela que se registraron 845 "eventos" en los cuales los jugadores resbalaron, lo que equivale a 14 por cada juego. El 38% de estas caídas ocurrió durante períodos de aceleración rápida de los jugadores y el 49% durante episodios de cambio de dirección y desaceleración.
El profesor Claudio Dib, de la U. Santa María, explica que en estos casos opera el principio físico de la inercia, que es la tendencia de los cuerpos a mantener su estado de reposo o de movimiento. Para reducir el número de caídas es que marcas deportivas han trabajado en el mejoramiento del agarre de los zapatos al césped, lo que permite evitar caídas y mejorar su precisión en el disparo. Los toperoles de los zapatos de fútbol profesional, por ejemplo, pueden extenderse y retractarse hasta 3 milímetros, para compensar el desbalance que se genera mientras se disputa el balón.
La biología también interviene en el campo de juego. La ciencia está entregando a los futbolistas una nueva y más eficaz forma de recuperarse de las lesiones, sin caer en el doping: utilizando su propia sangre. Se trata de la llamada terapia de plasma, que consiste en extraer sangre del jugador y someterla a un proceso de centrifugado que remueve los glóbulos rojos y eleva el nivel de las plaquetas, ya que estas células ayudan a reparar y regenerar tejidos. Luego la sangre centrifugada vuelve a ser inyectada en el lugar de la lesión. Kal Parmar, de la Clínica Pure Sports de Medicina en Londres, explicó a The Times que este método "tiene efectos similares a la cortisona -usada para reducir la inflamación de tendones y articulaciones- pero sus efectos a largo plazo son mejores".
Un ejemplo: Jonathan Bornstein, jugador de la liga profesional de EE.UU., y quien se cortó el ligamento de una rodilla tenía un pronóstico de entre seis y 10 semanas fuera de las canchas, pero con la técnica se recuperó en cuatro.
Durante el ejercicio intenso y continuo que implica correr 90 minutos, la acumulación de ácido láctico hace que se pierda capacidad muscular, alterando, por ejemplo, el procesamiento del calcio y la capacidad del músculo de contraerse. Combatir este deterioro es el fin de una técnica que usarán equipos como el inglés y que consiste en baños helados. Estos se realizan en bañeras similares a jacuzzis y con el agua a una temperatura de 11° C, lo que hace que los vasos sanguíneos se contraigan, extrayendo de las piernas la sangre y el ácido láctico.
La idea es que, al salir del agua, la sangre irrumpa de regreso a las piernas, llenando los músculos con oxígeno y promoviendo un mejor funcionamiento celular. Los baños duran entre cinco y 10 minutos y según un estudio publicado en 2008 en la Revista Internacional de Medicina del Deporte, esta técnica es especialmente efectiva en eventos donde atletas realizan esfuerzo intenso en días sucesivos, como ocurre en el mundial.
Fuente: latercera.com